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En primera persona
Una inexplicable pasión por los diarios

Por Nobel Clemar Passaglia
Desde que era un chico que no pasaba del metro y medio de estatura me apasionaron los diarios. Aun cuando todavía no había alcanzado siquiera la categoría de lector de corrido de la composición “La vaca” en la escuela, ya me apasionaban los diarios. Tanto, que casi todos los días, a la salida de la escuela y a riesgo de ligar un buen repaso de la vieja por haberme quedado “por ahí”, me desviaba del camino de vuelta a casa para llegarme hasta el único puesto de diarios y revistas que había en mi pueblo y ver, como quien ve por primera vez y en persona las pirámides de Egipto, las tapas de los pocos diarios que llegaban al pueblo y que el puestero prendía con broches para la ropa en un destartalado armazón de madera.

Y ahí me quedaba, como estatua, mirando embobado las enormes fotos en blanco y negro en la tapa de esos diarios tamaño sábana de dos plazas y leyendo casi en voz alta cada uno de los titulares, lo poco que mostraban debajo y hasta las publicidades, que a esa edad me parecían la cosa más maravillosa del mundo. Hasta que el dueño del puesto ya ponía cara de “o comprás o te vas”. Y ahí pegaba la vuelta a casa, con el mundo dándome vueltas en la cabeza e imaginando que un día sería un gran periodista.

Después vendrían mis años adolescentes y mi debut como escriba en el recién fundado diario del pueblo con una notita de cinco centímetros en la penúltima página; que ya ni me acuerdo de qué trataba y que unos años más tarde, superada definitivamente, creo, la edad del pavo, me di cuenta de que me la habían publicado porque mi papá era uno de los fundadores, cosa que no me dejaba muy bien perfilado para el Pulitzer.

El asunto es que, para hacerla corta, como manda el buen periodismo escrito, aquella pasión infantil por los diarios hizo que un día, ya adulto, me encontrara sentado frente a la máquina de escribir en la redacción de uno de los diarios más importantes del país con el obligado y angustioso apuro de redactar una nota en menos de diez minutos porque se venía el cierre de la edición. 

Hoy, a casi cincuenta años de aquellas intimidatorias miradas de “o comprás o te vas” y después de incontables notas escritas de apuro al cierre de la edición, cierro los ojos y alcanzo a ver entre la neblina de los recuerdos a ese pibe de guardapolvo blanco que se demoraba en volver a casa a la salida de la escuela por quedarse leyendo los titulares de los diarios que colgaban de un destartalado armazón de madera en el único puesto de diarios que había en el pueblo. Y, por muchas razones y a pesar de que mi pasión por los diarios sigue intacta, no quisiera volver a abrirlos.   



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